El hombre
pequeño frente al muro blanco, impenetrable, silencioso. Frente a una
inmensidad que lo hacía sentir intrascendente, insignificante. El desafío era
vencer esa vastedad, llenar de voz el silencio, poblar la nada absoluta. Pero
no sabía cómo. No era un dios capaz de hacer en siete días un mundo. Él era
sólo un hombre más, aunque la mayoría de las veces era un hombre menos, que se
iba de los lugares hastiado de pasar siempre inadvertido. Sin embargo, se había
propuesto habitar el vacío, porque paradójicamente y lejos de toda ley física
el vacío a este hombre, igual que a todos nosotros, es lo que más le pesa.
Llenemos los espacios de ruido, pongamos en esa pared blanca, puertas y
ventanas que la hagan accesible, pensaba nuestro hombre intrascendente. Luego
se paralizó. Tembló. Sudó. Pensó. Volvió a temblar. Había que abrirse al medio
e investigar. No había que buscar en el afuera, debería revolver entre las
venas y los huesos, encontrar entre la sangre y el dolor los elementos para
acabar con ese desierto blanco.
Fue un trabajo
duro y a veces poco agradable, pero necesario y liberador. El hombre fue
valiente y hurgó entre sus rincones, así en lugares inesperados encontró
abandonadas y expectantes unas palabras esclavas, y él las liberó. Primero de a
una y con indecisión, luego de a dos y con actitud resuelta. Cuando pudo darse
cuenta las venas se henchían y las palabras se agolpaban urgentes para librarse
del desuso.
Comprendió al
fin que esas cataratas de palabras estaban en su esencia, y se sorprendió al
ver de lo que estaba hecho. Su sangre era azul, y eran azules sus amores y
esperanzas. Sus desilusiones y sus miedos. Y era azul también toda su soledad.
Todo entre sus vísceras era azul tinta. Había entre sus células materia prima,
la misma con la que se fundó Macondo, la misma que dio voz a los Buendía; la
misma que gestó a la Tierra Media y las batallas de los héroes. El beso de
Romeo y Julieta, la traición de Yago, los nueve círculos de Infierno y el
trágico suicidio de Emma Bovary. Toda esa materia prima entre sus dedos. Una
hoja en blanco, tinta azul y la imaginación de un hombre. Reconoció en sus
gestos iniciales toda una herencia inmaculada de aquellos que partieron desde
su mismo lugar. No tenía nada pero podría tenerlo todo, sólo era cuestión de
moldear y construir.
Una idea
primero, una palabra después y entonces el hombre diminuto había creado el
mundo.