
Se encontraron muchas veces en las páginas de un libro,
se amaron en silencio en un cuadro de vanguardia,
se definieron en las palabras de los poetas antiguos
y lloraron largamente en una canción desesperada.
Él la recordaba en todos sus olvidos.
Ella lo llevaba a él en el peso de su espalda.
Lo diseminaba en todos sus sentidos.
Y él la olía en el café de las mañanas.
Escribían su historia con el esmero de los artistas
en perfecta confabulación ajenos a los desentendidos,
con paciencia, dedicación y precisión egoísta.
Rompieron en cada encuentro los límites de espacio y tiempo
trajeron Paris a San Telmo
y vivieron un siglo que no duró más que un momento.
No precisaba tener un nombre
la reciprocidad que compartían
cada no sé cuántas noches,
cada no sé cuántos días.
Era más que suficiente el sonido de una voz
para sellar las cadenas de la dependencia
y con sólo la intención de un beso
firmaban la ley de la pertenencia.