martes, 3 de mayo de 2011

El milagro de la inmortalidad


Murió Sábato. La acepción de la palabra morir implica dejar de vivir, extinguirse, dejar de existir. Y yo me pregunto ¿dejará de existir alguien que puso su carne en la tinta de sus historias? ¿Se extinguirá el fragmento del alma que queda pegado en cada página?

A mí me queda en la piel ese sufrimiento por ser humanos que compartía con él casi en complicidad. Me queda el entendimiento por su aversión hacia una especie que no puede elegirse y con la cual debemos convivir porque la encontramos desde la primera hora de la mañana en el espejo. Y claro, me queda todavía mantener con él muchos diálogos de conciencia. Me quedan muchas cosas por debatir, por entenderle, por refutarle. Me quedan mil enojos más por tener con sus opiniones, y un número infinito de motivos nuevos para seguir admirándolo.

No necesitó una trasmisión interminable de su despedida, ni personas con pancartas en las plazas, no necesitó grafitis ni banderas con su nombre. Y muchos de los que lo despidieron u homenajearon quizás no hayan ni hojeado sus libros. No necesitó un país de luto ni un cortejo despampanante. No porque no lo haya merecido. Sino porque así se van los grandes hombres. Con un montón de amigos y de lectores sinceros que no tardaremos en reabrir las páginas de El túnel para reencontrarlo en las palabras de Juan Pablo Castel. Este hombre que escribió como pocos y vivió como muchos, este hombre, era argentino. Con nuestra misma historia, con nuestro mismo arsenal de pasado y con este presente que tanto nos cuesta aceptar. Otro intelectual que engalana las letras argentinas, otro motivo para sentirnos orgullosos de este suelo a pesar de todo.

Estamos ahora frente a otro de los grandes milagros de la literatura: la inmortalidad. La muerte no puede evitar que Sábato siga acompañándonos. Sin duda, ese es el mayor triunfo del que escribe con el cuerpo. Renacer cada vez que se abre un libro, y respirar al oído de sus lectores en cada letra. Mi soledad se puebla siempre de estas compañías que aparecen en forma de ideas, historias o personajes. Y entonces uno se pregunta cómo agradecerle al hombre o al escritor o al hombre escritor que nos consuela, nos abraza y acompaña en esos ratos en los que más necesitamos saber que no estamos solos, que el mundo nos duele por igual, que la existencia nos pesa, cómo recompensar esa compañía absoluta, plena, elocuente y precisa que además nos hacer crecer, nos enfrenta con verdades insospechables que dormían en nosotros a la espera de un rescatista que las hiciera salir a luz. Bendita intelectualidad que tanto nos castiga y nos premia, bendita sensibilidad que nos permite hermanarnos y sentirnos bajo una misma piel, más allá de cualquier época, nación o cultura. Bendito el arte de las palabras que no nos deja desaparecer de la necesidad de los otros.

Bendito escritor y sus fantasmas.