jueves, 10 de marzo de 2011

Lluvia


Caminaba agobiado por el calor de diciembre. Oliendo a melancolía por todos los rincones. Dejando caer sobre su frente las gotas de sudor espeso, mientras respiraba casi por obligación. Iba por la calle con movimientos pesados, tardíos y a desgano, como si sostuviera sobre su cabeza el peso de todo un mundo. De repente, y para su sorpresa el cielo ennegreció todo el paisaje. Un estruendoso ruido lo hizo imaginar que el universo acababa de abrirse en dos. De esta manera, se desató la tormenta.

Pero no era la lluvia habitual. Lejos de caer esas inmensas gotas de agua tan típicas y repentinas en las tardes de verano, a él le llovieron palabras. Millones de palabras, recortadas, sueltas, inconexas le caían sobre la cabeza. Todas escritas con la misma letra: redonda, pequeña, femenina y a la vez, desprolija y apurada. Le llovían por los costados, y algunas se aferraban a su ropa para no caer.

Llovió poco tiempo, pero con gran intensidad. Tanto que este hombre terminó empapado de la cabeza a los pies. Quizás hubiese tenido que tomarse el tiempo necesario para unirlas, armarlas, darles cohesión y coherencia. Tendría que haber intentado descifrar un mensaje. El hecho ameritaba el esfuerzo. Rara vez a uno le llueven palabras a montones, por lo que se puede suponer que este diluvio, algún misterio oculto debió haber tenido. Pero nuestro protagonista no se preocupó en resolverlo. Simplemente siguió caminando, aún después de que paró la lluvia. Durante la tormenta, ni siquiera se molestó en apresurar el paso, seguramente porque esas letras lo refrescaban, le quitaban el agobio del verano, le acomodaban la respiración. Disfrutó ese instante de alivio y hasta en un suspiro respiró tres o cuatro palabras que se le mezclaron luego con la sangre.

Cuando pasó el chaparrón se sintió como nuevo. Liberado vaya a saber de qué cadenas y hasta incluso como si tuviese algunos años menos. Supo después de mucho tiempo lo que era sentirse realmente bien. Miró de reojo las palabras que habían caído más cerca. Intentó, sin poner mucha atención, memorizar algunas por si acaso. Hay quienes dicen que guardó algunas escogidas mediante un puñado al azar, y aún las conserva secretamente en un cajón. Desconocemos ese dato.

Sólo sabemos que después de la lluvia apuró el paso, con un extraño bienestar. No sabemos si se sentía feliz, pero notamos por los cambios en su rostro que estaba mucho mejor.

Caminaba seguro y decidido, dejando atrás el episodio reciente. Alejándose de las letras que se perdían en la distancia. Imprevistamente debió atravesar un charco, entonces improvisó un salto poco elegante. Su pie derecho cayó con fuerza y el sonido del pisotón retumbó en el silencio de la tarde. Siguió luego su paso continuo e inmutable. Y así, lo fuimos perdiendo de vista. Nunca supimos a dónde fue. Ni si alguna vez recordará lo que acabó de sucederle. Cuando ya su silueta se perdía en el horizonte empezamos a escucharlo silbar, pero el sonido es tan imperceptible que siempre tendremos la incógnita sobre qué canción evocó en aquel momento.

Sobre la vereda ya casi no quedan rastros de la lluvia, como si las palabras se hubieran evaporado sin haber cumplido su misión. Quedan sólo unas pocas que se resisten a desaparecer, y sobre la calle, donde segundos antes caía un pisotón, queda una palabra sucia, arrugada, atravesada por una pesada huella. Nuestra curiosidad necesita saber cuál de todos eso vocablos que cayeron es el que aplastó impíamente nuestro hombre.

Acercamos la vista para descubrir paradójicamente que esa palabra última, y ya sin voz, no es nada más que un simple y breve nombre de mujer.